EL ALMA DE LA FIESTA
EL ALMA DE LA FIESTA
El vino en la poesía y en la historia.
Imagínemos una mesa pequeña, redonda. Sobre ella, un recipiente de cristal que contiene un líquido de color oro, ámbar, cobre, sangre, rubí... según la piel de las uvas, así el color del vino. Alrededor de este vaso, copa, frasco o botella gira la vida. El vino ha estado presente en todos los acontecimientos, familiares, populares o regios, de casi todas las sociedades y civilizaciones, de norte a sur y de oriente a occidente.
Epicteto escribió hace dos mil años su tratado de moral, un libro que pretende ser un manual de vida, y en sus páginas nos dice lo siguiente: "Piensa en la vida como si se tratara de un banquete", aunque acto seguido recomienda mesura, pensando posiblemente en los excesos con el afamado vino de Falerno, tan apreciado en las opíparas cenas de Roma. Quizás recordara también los versos de Horacio, que un siglo antes dedicaba a su amigo Taliarco el siguiente consejo en forma de oda: "Pon en la chimenea tanta leña cuanta se precise para aplacar el frío, y sin escatimar sírvete el vino mejor". Es el carpe diem horaciano; hay que disfrutar de cada instante, para lo cual el vino parece un buen aliado.
A finales del siglo XI, el poeta persa Omar Jayyam, a quien su heterodoxia religiosa y su afición al vino convirtieron en hereje, recoje en sus Rubbaiyat el guante del epicureismo de Horacio, aunque el suyo no es un mero hedonismo que proporciona placeres al cuerpo, es más intelectual. Jayyam también nos incita al disfrute de la vida, a atrapar la intensidad de cada momento, para lo cual el ansiado líquido resulta compañia indispensable: "escancia en tu copa la sangre de los racimos antes de que las horas derramen la tuya", y en sus versos arenga a sus amigos a brindar antes de que su aliento se enfríe y su nombre desaparezca, y les anima a beber para olvidar con el siguiente verso: "cuando este néctar te inunde narcotizarás tu tristeza".
Pero el de Jayyam es también un carpe diem místico, y en sus alegorías sufíes se puede entender que el vino es Dios, porque el vino ayuda a trascender los sufrimientos y el tedio de la vida. Jayyam justifica su sed, y explica el porqué de su debilidad por el vino: "Si el vino me gana no es para mi placer. (...) Es porque así respiro más allá de mí mismo." La bebida le abre los sentidos, potencia sus recursos y lo lleva a un estado de alerta, tan necesario para el poeta, que intenta atrapar la esencia de la vida, "quien bebe es el que escucha cómo hablan las cosas".
La noche es refugio de bebedores, es momento propicio para la poesía, para dejar volar la imaginación, para convocar el recuerdo, invita a íntimos coloquios, y el vino es de gran ayuda en estos lances. La luna es otra compañía buscada por los poetas, ortodoxos y heterodoxos, por su gran poder evocador. Al igual que influye en las mareas, su presencia y su luz moldean la memoria y animan el flujo embriagador de las palabras, por eso Jayyam nos invita a beber vino en el claro de luna, conectando así con Li Po.
Este poeta chino del siglo VIII fue expulsado de la corte por intrigas palaciegas y más tarde desterrado. En su vagabundeo llevó una vida bohemia, entregado a menudo a la bebida. También como Jayyam se refugiaba en la compañía de la luna: "Rodeado de flores, libo solo ante una jarra de vino. Alzando la copa convido a la luna. Y con mi sombra somos tres." Hace falta muy poco para un festín, para olvidar la amargura de este mundo, "la vida es un largo sueño, por eso todo el día estoy ebrio." Li P confiesa en su versos que es capaz de ofrecer su caballo y su abrigo a cambio de vino, para poder festejar con los amigos y danzar ebrios en la brisa de la noche hasta que las mangas de las túnicas se agiten como las alas de los pájaros. Una leyenda da protagonismo al vino en las circunstancias de su muerte. Se cuenta que paseando una noche en barco por un lago, borracho una vez más, se inclinó para abrazar la luna reflejada en las aguas y pereció ahogado.
Baudelaire, poeta maldito y bebedor impenitente, en su poema El alma del vino no sólo dio vida y voz al precioso líquido, sino que incluso lo dotó de alma. En sus versos, el propio vino habla con el hombre, "en mi prisión de vidrio soy un canto pleno de luz y fraternidad" y declara que del amor entre él y el poeta nace la poesía.
En un brindis de bienvenida, en el último trago del adiós, como vehículo de comunicación con un mundo superior, como analgésico para la soledad o filtro mágico para la amistad y el amor, el vino, "vegetal ambrosía" según Baudelaire, es el alma de la fiesta, y es en sí mismo objeto de celebración.
*Texto publicado en la revista Tántalo (Cádiz), verano 2015