POEMAS
De CIUDADELA SITIADA - TRAYECTO
De NOCTURNO EN AMARANTA - LA VERDAD DE LOS NIÑOS
De LAS HUELLAS EN LA NIEVE - MEMORIA DE LA TIERRA
De MEMORIA DEL AMOR DESHABITADO - LA AUSENCIA
De LA PIEDRA NOCTURNA - NAUFRAGIOS
De LA TEMPLANZA Y OTROS GEOREMAS - LA CASA DEL MELOCOTONERO (Estampa japonesa)
De UN RELÁMPAGO ATRAPADO EN UN PUÑO - HAIKUS
Aquí podrás ver una selección de mi obra
De CIUDADELA SITIADA
TRAYECTO
Sea propicia la muerte al hombre
a quien mordió la vida.
Luis Cernuda
Con su bagaje de invocaciones
avanzaba el hombre inocuo
en su cabeza un río un amor
la ciudad estrellada como meta
sus manos aspirando a la gloria
de los tres tulipanes amarillos
que coronan el altar de la fama
su corazón tan atormentado
de sufrir los placeres prohibidos.
Cuando llegó la ciudad era otra
trasatlántica austera era otra
la vio por primera vez nevada
y sintió la lejania de los versos
anegando sus ojos de gacelas
y supo que había perdido el alma.
De NOCTURNO EN AMARANTA
LA VERDAD DE LOS NIÑOS
Me gusta mirar niños.
No por su mirada inocente
ni su amplia sonrisa,
sino porque no han adquirido aún
el gesto rutinario de apagar
la colilla de la ilusión
en el gris cenicero de la prisa.
De LAS HUELLAS EN LA NIEVE
MEMORIA DE LA TIERRA
Sólo somos memoria,
quebradizos los huesos,
tomados del primer
cañaveral, muy débil, inexperto,
por el viento batido.
Lo demás sólo barro,
masa informe de donde surge el alma.
La muerte sea quizás
despojar al cuerpo de su memoria,
depositar las cañas, más el lodo
gris de nuestras miserias,
ante la puerta cerrada del cielo.
Quizá la muerte sea
perder la memoria de nuestras manos.
De MEMORIA DEL AMOR DESHABITADO
LA AUSENCIA
Dijiste Adios en un suspiro inaudible
y se derrumbó a mi alrededor el aire.
Se me desprendió la piel como un ropaje
gastado, como una mudable coraza.
Parálisis de la sangre.
El amor cristalizado.
Algún día aparecerás de repente
y tomaremos un café tibio de disculpas,
como si no hubiera existido la ausencia.
Y el paréntesis del tiempo nos cabrá
entonces en los bolsillos.
De LA PIEDRA NOCTURNA
NAUFRAGIOS
Yo soy todos los restos del naufragio
yo soy todo lo que queda.
No busquéis esperanzas en la arena,
no hallaréis ni los ojos
ni la boca
ni la frente
ni hallaréis la mano izquierda.
Yo soy todo lo que queda,
que es bien poco.
Yo soy todos los ojos del insecto
yo soy todo lo que mira.
No busquéis telarañas en el aire,
no hallaréis ni las alas
ni las patas
ni la sangre
ni hallaréis la presa destrozada.
Yo soy todo lo que queda,
que no es nada.
De LA TEMPLANZA Y OTROS GEOREMAS
LA CASA DEL MELOCOTONERO
(Estampa japonesa)
En la casa del melocotonero
se para una figura cada tarde.
Admira rama y fruto con ternura,
como se sonríe a un niño que crece.
Se demora, con paciencia, esperando
que la luz vista de gala la piel
dulce y fragante.
Aún se emociona.
Ha cedido al mandato del asombro,
que triunfa a pesar del desencanto.
Y sonríe como un niño que juega
(aquél que fue en las tierras de Ishikawa).
La luz pasa, el árbol se repliega
en la penumbra. Chirría la vieja
cancela de la huerta.
Bajo el umbral de la casa aún
le dura la sonrisa.
De UN RELÁMPAGO ATRAPADO EN UN PUÑO
HAIKUS
Aire en los pinos,
ahuyenta a los gorriones.
Éste es su reino.
Rumor del agua
calma mi furia.
!Qué misterio insondable!
Un fogonazo
de luz en las tinieblas.
Eso es un haiku.
De ABISALES
INCONSCIENTES
Los monos no tienen conciencia de la muerte.
Las hembras sostienen en brazos a sus crías
muertas, como si fueran muñecas de trapo.
Se quedan asombradas porque no se mueven
e intentan darles de mamar sin ningún éxito.
Para ellos no hizo películas Bergman,
Tolstoi no expuso sus pecados capitales
ni Mozart compuso su más sentido Réquiem.
En la historia de la evolución representan
la edad de la inocencia, estar y no estar.
Seres sonámbulos entre dos precipicios.
De HUIDAS IMPOSIBLES
EL INDIANO (Extracto)
De nuevo me pregunto por qué volví a este lugar. Supongo que por la misma razón por la que me marché de él una mañana de junio, porque sentía que el aire me pesaba sobre los hombros, porque al mirar atrás no veía nada y al volver la vista al frente tampoco veía nada. Entonces era muy joven y creía que el mundo acababa en las rías, pero empezaron a llegar noticias de un mundo nuevo, fértil, un campo por abonar con el sudor y la fe, que representaba para mí la oportunidad de huir de este lugar que se tornaba inhóspito a pasos agigantados. Con diecisiete años y un cuerpo curtido por los golpes del hacha sobre los troncos de los robles, mi corta vida ya me parecía acabada, sin posibilidad de avance o cambio. Me gustaba escuchar las historias de los caminantes, peregrinos las más de las veces, y de los pocos marineros que atravesaban esta tierra camino de la costa, que no estaba lejos, pero el entusiasmo que despertaban en mí los relatos de sus correrías y aventuras se apagaba pronto cuando la certeza de que yo no era uno de ellos se imponía de forma tan rotunda como un árbol que cae arrastrado por su propio peso.
Lo que terminó de decidirme fue la preñez de Justina. A pesar de nuestros escasos, torpes y breves encuentros en el bosque, había quedado encinta a sus catorce años. Y yo ni siquiera sabía lo que era el amor. Justina era una chiquilla que me divertía, que había despertado en mí el placer que se desprende de la inocencia entretejida con el juego de lo prohibido, que me había convertido en un hombre a los ojos de mis compañeros, aunque para mí no era más que un desahogo la más de las veces y un poco de compañía exenta de la crudeza y grosería que imperaba en el bosque y en la taberna, pero eso no quería decir que estuviera dispuesto a cargar con ella.
Cuando Justina me abordó en el camino vecinal que me llevaba de mi casucha al monte, justo donde la tapia del cementerio se cortaba privando de su sombra, oí el graznido de un cuervo y levanté la vista. Al bajarla unos segundos después, había miedo en mis ojos e inquietud en los suyos. Yo intuía que se desplomaba mi mundo conocido y en ese momento mi cabeza decidió que había que partir. Ella vio todo esto como si leyera en un cantar de ciego y el miedo se trasladó a sus pupilas. Su mundo de gacela despreocupada se desmoronaba como un castillo de barro bajo el aguacero. No hubo necesidad de palabras. Supongo que yo esperaba el desenlace tarde o temprano. Ese mismo día los rumores que corrían sin enmascarar por las cuatro callejas de la aldea confirmaron lo que ya sabía, y sin contar con mi beneplácito se empezaban a organizar los festejos de mi boda.
Una semana más tarde, que yo pasé apegado a mi tarea de hacer añicos la madera que se amontonaba junto al río, traspasando a cada golpe de hacha la fuerza que necesitaba para tomar una determinación, la única posible, se celebraron mis nupcias con una Justina llorosa y con náuseas en la pequeña ermita, que me pareció más gris y sofocante que nunca. Su padre tenía cara de pocos amigos, supongo que por dos buenas razones: en primer lugar porque su única hija era motivo de burla y su deshonra rodaba de boca en boca por toda la comarca, y en segundo lugar, y ésta era una razón más inquietante, porque siendo como era dueño de una taberna conocía de sobra el talante y el porvenir de todos los hombres jóvenes, y no tan jóvenes, del pueblo y sabía que su hija casaba con un gañán sano y fuerte pero impulsivo y pobre, que para más inri tenía la cabeza a pájaros y no pensaba más que en glorias y Eldorado. Quizás por eso se tomó tantas molestias en encadenarme a su hija lo antes posible, sin darme tiempo a reaccionar, para poner lastre a mis ansias aventureras y asegurarse un padre para su nieto y un sustento para su Justina, que en cuestión de días había perdido su frescura y lozanía de niña.